martes, agosto 28, 2007

YONOFUI - ¡Twitter: Causa furor un fenómeno que no se entiende bien qué es!

POR: PODETTI - YO CONTRA EL MUNDO

Son jóvenes –en el sentido amplio de la palabra “joven” -, de clase media / media alta y fanáticos de la tecnología; así se definen los miembros de la creciente “comunidad Twitter”, el nuevo fenómeno que tomó el Internet por asalto y que, por lo que parece, estará aquí mucho tiempo.

Pero, ¿en qué consiste “Twitter”? “Se trata de una nueva y sorprendente herramienta tecnológica”, contesta Mauricio D. (33), experto en tecnologías y ocasional colaborador de un prestigioso weblog, “que expande las posibilidades de la comunicación online de la comunidad virtual globalizada a través de una nueva y diferente actualización de las posibilidades de la relación usuario -maquinola”. El pedido de una explicación más específica no se hace esperar, a lo que Mauricio responde, luego de poner cara de “uy, Dios mío, cuarenta veces se lo tengo que explicar”, que “es un upgradeo tecnológico”, y da media vuelta y se pone a mirar una página con fotos de Jennifer López.

Lo que todos los interesados en este fenómeno que llegó para quedarse quieren saber, es, ¿Cómo es? ¿Qué es? ¿Qué le pasa? ¿Cómo se hace para tener uno de esos? “Para empezar, los miembros de la comunidad 'Twitter' no hablan de ‘tener’ un Twitter", nos contesta Alejandra Brailowsky (42), diseñadora de páginas web, luego de reirse de nosotros, en nuestra cara, durante quince minutos. Bueno, cómo se “hace” un Twitter. “No, tampoco”. ¿Cómo se cocina? “No, no”, dice Alejandra, algo alterada. “Los miembros de la comunidad, los que estamos en esto desde el principio, los ‘twitteros’, le decimos ‘twittear’. Cuando transportamos algún producto de otro medio al lenguaje ‘twitter’, decimos que está ‘twitteado’” Ah, ya sé, y hacer algo a la manera de los “twitters” le dicen “twitteramente”, contribuimos. “Claro, claro”. “Claro, claro”. Y a un lugar lleno de “twitters” le dicen “twitterío”, agregamos, y alguien que hizo algo de “twitters” dicen que se mandó una “twitteada”. “Puede ser, puede ser”, dice Alejandra, inquieta, para luego darme la espalda y ponerse a mirar una página web con fotos de George Clooney. Pero, en definitiva, ¿cómo se twittea? Por toda respuesta, Alejandra se hace la que no está, aunque nos tiene a dos metros (lo que pasa es que está acostumbrada a hablar mucho por msn).

“Yo no sé lo que es ‘Twitter’, confiesa Pablo (29), empleado. Tampoco sé cómo se hace para ‘twittear’, ni sé para qué sirve, ni nada. A duras penas sé cómo me llamo. Lo que sí te puedo decir es que para mí es una pasión, casi un vicio, casi casi como cuando me inyectaba morfina.” Pablo utiliza cada momento libre, cada almuerzo laboral, cada microsegundo en que no está obligado a hacer nada para ir al cyber de la vuelta y darle duro y parejo al “twitteo”. “Y eso que ni siquiera sé si lo estoy haciendo bien. Bah, no sé si lo estoy haciendo”, contesta, con una sonrisa mezcla de alegría y estupefacción.

Y es que la pregunta es, ¿qué es Twitter? ¿Cómo se hace? ¿Vos viste alguno? Alejandra nos mira, se sobresalta –se había olvidado de que estábamos en su casa –y reflexiona: “Es un fenómeno más complejo que eso. De cualquier manera no es importante ‘qué es Twitter’, sino que en cuanto me enteré de la cosa, corrí a meterme a ver si todavía me puedo enganchar en ser de los primeros que están en esto del ‘Twitter’ y puedo burlarme de los ‘Twitteros recién llegados’. Básicamente esa es la esencia de ‘Twitter’. Y de paso, tapo unos temitas personales, bah, eso me dice mi terapeuta siempre.”

“No estoy de acuerdo”, dice secamente Mauricio, cuando le preguntamos si puede ser que tener un “Twitter” sea de boludo. “En un par de años, no va a haber persona en el mundo que no esté en ‘Twitter’. Se van a crear más de dos millones de ‘Twitters’ por día, los medios masivos van a incorporar ‘Twitter’ como otra forma de comunicación, las empresas se van a interesar cada vez más por el fenómeno ‘Twitter’, y lo van a utilizar para publicitar sus productos.” Insistimos: ¿Y de qué color es el “Twitter”? “Verde agua”, contesta rápidamente, aunque mirando para otro lado, y luego nos pregunta cómo está afuera. Y es que “Twittero”, evidentemente, no se hace, sino que nace. Por eso, consultamos a Mauricio, más que nada para joder, si ya ha participado del “Chunka Chonka”, el nuevo fenómeno que ha llegado al Internet para quedarse (y que acabamos de inventar). “¿Cuándo salió eso?”, pregunta, pálido, para luego murmurar “ah, sí, sí. Chunka Chonka. Sí, yo fui uno de los que empezó la movida chunkachonkera. El mío todavía está en desarrollo, por eso no te lo muestro.”

Algo parecido explica Pablo cuando le hablamos del fenómeno “Chunka Chonka” y del fenómeno “Tripudio” y el fenómeno “Mepongoelpongo”, las nuevas herramientas virtuales completamente inventadas que llegaron para quedarse. En realidad, grita algo así como “¡No me dan tiempo!!! ¡No me dan tiempo!!!”, y se tira al piso con convulsiones y lanzando espuma por la boca. Nos alejamos prudentemente. Mientras que Alejandra se limita a permanecer completamente en silencio, muy ofuscada, resoplando, y a pedirnos un segundito para llamar telfónicamente al Dr. Gravois.

Concluimos entonces, que el fenómeno “Twitter” está aquí para quedarse, que no sé lo que es, que no me interesa, que no importa, que estoy en contra por principios, que incluso en un par de meses va a haber un montón de piolas como yo que se van a llamar a sí mismos “anti-twitters”, y que a pesar de todo eso estoy anotado en una lista para ser una de las CINCO PRIMERAS PERSONAS a las que les van a PAGAR a cambio de tener un “Twitter”, y espero que les dé BASTANTE BRONQUITA. ¡Chiva!

viernes, agosto 17, 2007

QUEALGOQUEDA – Sustancia por allá, coñazos por aquí

Antes no encontraba muchas respuestas al hacerme la pregunta: ¿para qué existen los estudiantes de Letras? Sólo se me ocurría elucubrar que estaban en el mundo para pelar bolas –con la excepción de aquellos nacidos en “cunas de oro”- y para dar clases en la Universidad a otros estudiantes de Letras –los más aventajados- o de Castellano –los más burros- en algún liceo público.

Pero esta vaina de la blogósfera (profe, ¿es válido el acento?) me amplió el entendimiento y me dio una visión más completa de esta especie.

Los estudiantes de Letras también existen para: a) querer ser escritores y, en consecuencia, ser ellos mismos objeto de estudio en un futuro no muy lejano; b) volver mierda a los colegas que quieran ser escritores y, en consecuencia, ser ellos mismos objeto de estudio en un futuro no muy lejano y c) también volver mierda a cualquier otro infeliz de su generación que sí haya podido pasar por escritor que esté comenzando a publicar o que no posea estatura de clásico de la literatura vernácula.

Ya había tenido una gran muestra de ese ánimo en este mismo blog a propósito de los comentarios sobre la antología que no es antología y que no es ni nuevo cuento venezolano ni son secretas las voces ni un carajo. Pero hace varios días alguien, un anónimo por supuesto, digamos que “depositó”, dejó caer aquí en demalamadre, lanzó ahí sin más ni más, sin hacer ningún comentario, un link que conduce a una discusión entre una carajita que acaba de ganar un premio por un cuento y su destripador personal que la despelleja por el simple “detallito”, por la pendejaita, de que uno de los jurados del premio es panita burda de la joven escribidora.

Pasé un rato leyendo el peo y la cocina de Gusteau se queda corta en cantidad de ratas y ratadas. Y lo ¿peor o lo mejor? es que la muchacha se mea en el asunto y hasta cuelga en su blog una foto de ella cachete a cachete con el miembro… del jurado.

Si quieren más detalles de la coñaza, vayan a darse una vuelta por esos espacios donde todos quieren ser escritores y se forman pandillas para frotarse las espaldas unos con otros y para cagarles el alma a los de los otros grupúsculos y al final darse todos contra todos amparados –como demalamadre- en la impunidad del anonimato.

Pero escribo de esto no porque me parezca la gran cosota. Realmente lo que me trae a este estercolero es haber estado leyendo la última edición de la revista Granta en la que se hace una selección de los escritores jóvenes más interesantes o prometedores de Estados Unidos. Coño, otra vez el imperio.

Puede uno encontrar ahí relatos o fragmentos inéditos de novelas y como en toda selección, hay cosas que te gustan y otras que no. Pero incluso las páginas más ladillas tienen algo que tristemente hay que decir que escasea entre los moradores de la comarquita local: sustancia.

Puede que no hagan gala de un estilo único o arrollador, también puede ser que ese estilo se pierda en la traducción, pero en conjunto todos me hicieron recordar una vaina que dijo David Lynch alguna vez sobre los elementos con los que se construye una buena película: una historia, la forma de contarla y “algo que se agita bajo la superficie”. Estos gringos del carajo lograron “eso”. O algo parecido a lo que quiso explicar el viejo Lynch.

Uno siente, hasta en el peor de esos relatos, que estos muchachos se están tomando esto muy en serio, que no se limitan a fantasear sobre borracheras ni a hacerse los intelectuales “folladores”, ni a escribir rápido y a los coñazos para publicar rápido y a los coñazos. Es eso, tienen sustancia, hay oficio, hay trabajo.

Y hago una aclaratoria. No le estoy lanzando una crítica disfrazada a la ganadora del premio ese. No he leído su cuento, ni tengo el libro que lo incluye. Lo único que he visto son dos o tres posts en los que da vueltas sobre sí misma escribiendo enratonada, aunque ella dice que tiene “resaca”. Eso es todo. Creo que lo que quiero decir, para no hacer más larga esta vaina, es que si más allá de las puñaladas traperas la envidia puede ser combustible para activar un motor, mis queridos pitoquitos, gástense los 40 mil que vale la puta Granta.

YONOFUI - Mi historia con Rosario Central

Por: ROBERTO FONTANARROSA - REVISTA SOHO

"Te aplaude y te saluda jubilosa/ la hinchada deportiva que te admira/ campeón de cien jornadas victoriosas/ valiente triunfador que orgullo inspira". Así empieza, señores, la vibrante Marcha de Rosario Central, fruto del genio inmarcesible del rapsoda rosarino Laerte Carroli, pieza musical comparable, según historiadores y melómanos, a la exultante La Marsellesa francesa.

"El símbolo auriazul de tu divisa/ florece y resplandece como un sol/ cada vez que la cancha se electriza/ al estallar de la victoria el gol". Y así palmea, salta y canta, acompañando esos compases, la hinchada canaya cuando el bravío primer equipo auriazul pisa la grama del Gigante de Arroyito, estadio mundialista que se empina, intimidante, a orillas del río Paraná, un río tan largo que nunca termina de pasar.

Hace algún tiempo escribí, en una pieza literaria sinceramente inmortal: "Rosario Central no tiene historia. Tiene mitología". Y esto es así porque sus orígenes, sus avatares y sus formidables campañas están siempre fluctuando entre la realidad y la fantasía, lo palpable y la ficción, lo comprensible y lo inexplicable. ¿Cómo no ser hincha, entonces, de un equipo así? ¿Acaso puede evitar, un intelectual sólido y sensible como quien esto escribe, ser captado, atrapado y seducido por una divisa que desde la realidad más palmaria y comprobable se dispara hacia la exageración y la desmesura? Todo es increíble, todo es sospechoso, mis amigos, en los relatos partidarios de hechos inusitados, de hazañas que rozan lo inconcebible, lo fantasioso y la imaginación pura.

Se dice, se cuenta, se afirma, que Central es uno de los equipos más antiguos del fútbol argentino, con sus 118 años de vida institucional. Se dice, se cuenta, se afirma y se asegura que sus orígenes fueron los talleres del ferrocarril y, por tanto, sus primeros partidarios eran humildes operarios del riel, miserables pordioseros hallados bajo los puentes ferroviarios, nobles verduleros, cochambrosas prostitutas, laburantes del puerto y marginales. Y que, por eso, el indómito rosarino Ernesto Che Guevara es su hincha más reconocido. Porque simpatizaba, obviamente con la causa del pueblo, confrontando con el origen oligarca del otro club de la ciudad, rival eterno, nacido en un colegio privado inglés. Pero también se ha escrito que los fundadores de Rosario Central fueron navegantes fenicios que llegaron a estas costas remontando el Paraná a comienzos del 1400. Y que le dieron a la camiseta los colores azul oscuro por el proceloso mar, y amarillo patito por una epidemia de hepatitis que terminó con todos ellos. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de mitología, por ejemplo, en la narración de los viejos seguidores cuando relatan el legendario gol de Aldo Pedro Poy en aquel lejano diciembre de 1971, gol que abriría las puertas al primer Campeonato Nacional obtenido por Rosario Central? ¿Es verdad o es mentira que Aldo convirtió ese gol contra el rival de todos los tiempos, volando en palomita o en plancha, o como quiera usted llamarla, para asestar con su cabeza, testuz alado, el frentazo goleador? ¿Es verdad o es mentira que, como afirman algunos, Aldo ya venía volando desde San Nicolás, localidad sita a mitad de camino entre Rosario y Buenos Aires, dado que el partido se jugó en el Monumental de River Plate, puesto que era una semifinal? ¿Es falso o es cierto que, como juran y perjuran muchos otros, se veían en las espaldas del Aldo dos alas enormes y doradas que lo impulsaban por el aire?

Pocos pueden entender, asimismo, mis amigos, que, desde aquella fecha patria, año a año, puntualmente, hasta nuestros días, todos los 19 de diciembre se realice en Rosario, en Los Ángeles, en Barcelona, en Santiago de Chile o en donde sea, la reconstrucción del gol, escenificada y teatralizada por centenares de hinchas canayas que se reúnen a ver cómo Poy, hombre grande ya y respetable, vuelve a volar hacia ese balón para impactar con su parietal, hoy calvo, y repetir el gol de aquella tarde, arriesgando su cuerpo, en la actualidad un tanto endeble, al caer sobre la dura superficie del planeta, que se ha solidificado en demasía desde entonces.

¿Alguien habrá de aceptar, a pie juntillas, la versión oficial del apodo "canaya" para el hincha centralista? Conspicuos ciudadanos, hombres probos, fuerzas vivas en general, no llegan a perdonar cómo, tantos años atrás, Rosario Central se negó a disputar un partido a beneficio de un leprosario propuesto por su clásico rival, el Ñuls Old Boys. De allí quedó, señores, el mote denigrante de "canayas" para nosotros y el más vinculante de "leprosos" para los rojinegros. Pocos entendieron que esa actitud negativa no fue por falta de sensibilidad social o sanitaria sino, tan solo, para no hacerse cómplice, la institución, de una maniobra quizás demagógica, sensiblera y populista.

¿Es fácil explicarle a un ser racional y criterioso, que un hincha puede saltar al césped, perforando la alambrada, desde atrás de uno de los arcos, para impedir un gol en contra de su equipo? En el Gigante de Arroyito sucedió eso, mis amigos. El Turco Spil fue aquel valiente, el hincha que atravesó la alambrada perimetral para ingresar como una exhalación, interceptando ese balón insidioso que, tras sobrevolar la cabeza del mítico portero Edgardo Gato Andrada, se anidaba en las redes, sellando la segura derrota de los locales. Y el Turco no despejó esa pelota a cualquier parte, no la tomó con sus manos para correr con ella como una criatura. No, señores, nada de eso. Fiel a una escuela, leal a una estirpe, la pisó y se la tocó corta al Coco Pascuttini para salir jugando ante la mirada atribulada de los jueces. ¿Cómo no se va a sentir dominado por una atracción fatal, a esa divisa de franjas verticales azules y amarillas, un ensayista, un aspirante mayor al Premio Nobel, como quien esto escribe, cuando le ha tocado vivir otra jornada de estupefacción en la final de la copa Conmebol de 1995? Allá, en el inconmensurable estadio Mineirao de Brasil, el irrespetuoso Mineiro, sacando ventaja arteramente de una lluvia que llevaba cayendo tres meses con sus noches, sometía al enjundioso equipo rosarino por 4 a 0. Cuenta la imaginería popular que hubo macumbas brasileñas ancestrales, presiones misteriosas de Orixá y otros dioses umbanda, que convirtieron las piernas de nuestros jugadores en piedras leñosas y pesadas. Tenue era la esperanza para el desquite. No obstante, las deidades del fútbol condujeron esa noche de la revancha a 45.000 canayas hasta el Gigante de Arroyito. Y Central ganó 4 a 0, para luego imponerse en los penales. Juran, testigos presenciales, que, cuando el Petaco Carbonari convirtió el cuarto gol a cinco minutos del final, su cabeza de titán refulgía cubierta por un casco de oro y marfilina que le había entregado la mismísima Némesis, Diosa de la Venganza.

¿Cómo no se va a sentir cautivado un estadista, un sociólogo, un arqueólogo, un cosmetólogo como quien esto firma si, además, le toca estremecerse ante otro acontecimiento inexplicable vivido por la escuadra canaya, ni más ni menos que en el hostil estadio del América de Cali, reducto del Diablo y sus demonios? En el primer partido por Copa Libertadores, Central había triunfado en Rosario con un gol marcado por su coloso invencible, Juan José Pizzi. Escasa ventaja para volar a Cali, mis lectores, exigua diferencia para enfrentar al rojo en su reducto. Frente a la magia de la televisión vimos, defraudados, como a cinco minutos del final, cinco minutos digo, cinco apenas, el canaya perdía por 3 a 0, con un hombre menos, jugando espantosamente mal y con el ánimo deportivo por el suelo, aguardando tan solo el piadoso pitazo definitivo. Ya los jugadores suplantados en el equipo local, aún antes de finalizar el encuentro, sopesaban livianamente a qué rival preferían enfrentar en la siguiente ronda, la de semifinales. Ya, en Rosario, ante las pantallas de televisión y en la calle, los partidarios del clásico rival rojinegro hacían explotar bombas de estruendo, celebrando la segura eliminación de los canayas. Se pegaban ya en las paredes y muros de la ciudad, carteles ofensivos con bromas sangrientas sobre el indigno caído. Fue entonces, cuenta la leyenda, que Fortuna, diosa de la suerte casquivana, se apoderó del alma del balón, hizo que este se escurriese de las manos del portero caleño y otra vez Juan José Pizzi lo empujó a la red. Dos minutos mínimos restaban para el final y fue allí que en un contragolpe, tres, ocho, catorce, veintisiete, mil quinientos hombres del equipo rojo quedaron solos frente a las manos desvalidas del portero Tombolini. Y el Tombo saltó y brincó como un demonio, ofrendó su rostro y su pecho a los disparos salvando una vez más su portería. Y ya en tiempo de descuento, Vespa, el bravo indio charrúa, se hizo luz, relampagueo y centella sobre el flanco derecho de la cancha, envió un centro y, en ese instante, la diosa Justicia se quitó la venda que cubre sus ojos y la colocó tapando los ojos del portero, que manoteó el aire vanamente y otra vez el coloso, el rubio Pizzi, cabeceó la pelota a los piolines. Éxtasis e infarto. Festejo y gloria. Central ganaría luego en los penales. La mitología quedaba corta ante el misterio.

¿Quedará alguien, me pregunto, que se siga preguntando qué motivos o razones o argumentos, conducen a un hombre sabio y bien pensante a convertirse en un fanático seguidor de los colores auriazules? ¿Quedará alguien, me pregunto? Y si aún quedan, si aún persisten unos pocos descreídos aferrados a su escéptica, abrumadora necedad, restará simplemente invitarlos a que concurran alguna vez al Gigante de Arroyito. Y conste, lo aseguro, que ya no hay fanatismo en mis conceptos. Ahora, cuando las nieves del tiempo blanquean mis sienes, adquirida con el paso de los años la cordura, algo distante de estallidos partidarios, con alguna lejana frialdad de observador imparcial, simplemente convoco al forastero para que, acompañando a su equipo favorito pise en un buen día el cemento formidable del Gigante. Para que compruebe, en persona, la leyenda. Y allí escuchará cómo el pueblo canaya recibe a un invitado. Allí sabrá del saludo que la parcialidad auriazul dedica a la visita.

"¡Ya todos saben que Rosario está de fiesta/ ya todos saben que en Rosario es carnaval/ ya todos saben que La Boca está de luto/ que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay!". Vengan, atrévanse, a vivir lo mitológico en el Gigante de Arroyito, reducto de los canayas. Ya van a ver cómo los cagamos a goles y les rompemos el culo.

martes, agosto 07, 2007

DALEMANIJA - Esa cochinada que mientan Ratatouille

Llevaba días tratando de digerir porqué si a todo el mundo le gustó la película Ratatouille, a mi me había causado una mala impresión. La vaina tiene todos los elementos para cautivar a la gente: personajes buenos y malos, un animalito simpático, la idea de que una rata tenga tan buen gusto, una mujercita guapa, visiones de París, un villano que recibe su castigo y otro que se redime y hasta un gordo inspirador que, como el maestro jedi, le habla a su protegido desde el más allá.

Caí en cuenta de todo esta mañana cuando vi a un par de enormes ratas buscando comida entre bolsas de basura. Eso me conectó con algo que nunca entendí: porqué carajos es que a los gringos, que llevan su vida muy a lo antiséptico y antibacteriano, desde hace tantos años andan en esa paja de querer convencernos de que los ratones y las ratas son cuchis, agradables y más panitas que la rana René.

Me dirán loco, pero Mickey Mouse y su jevita Minnie son un asco: dos ratones enormes, negros y que andan en dos patas –ella con tacones- viviendo como un humano cualquiera. Que se joda mister Walt.

Siempre quise que Silvestre le diera sus buenos coñazos a Speedy González, un gritón insoportable y ladrón de quesos a quien nadie quisiera tener rondando por su casa paseando sus patas llenas de cuanta mierda existe. Y que Jinx (creo que así es el nombre) se zampara en escabeche a los mariquitos esos de Pixie y Dixie, los “marditos roedores”. Pero nada. En la iconografía de la animación gringa los gatos son casi siempre malos o no comen ratones. El único que salva la honra es Garfield: no se los papea, pero al menos los jode.

Así que ahora llegan los genios de Pixar (ey, lo son: esto no es una ironía) y nos salen con la historia de una rata gourmet y que, encima, debe cocinar mejor que nuestro molecular criollo.

Bueno, eso no será muy difícil… dirán sus detractores, que abundan.

Ganas de vomitar es lo que da la escena en la que las ratas se apoderan del restaurante la primera vez, cuando entran a saquear la comida en ese momento en que Remy, llevado por su espíritu de odio-ratonil y con su ego de chef –vaina enorme si las hay- herido porque no obtuvo reconocimiento por su obra, decide traicionar al único que podía darle la oportunidad de desplegar sus dones.

Las ratas de todos los tamaños metidas entre los quesos, chupando uvas, royendo chorizos, saltando por todos lados… coño, eso me recordó a otras plagas. Pero dejemos la política a un lado.

Después de pasarse de ingeniosos con esas tremendas películas de juguetes con vida, peces de colores y monstruos de la imaginación infantil, los de Pixar ahora se pasan pero de asquerosos con escenas como esas. Verga, ¿qué pudiera sentir un comensal de ese restaurante al enterarse de que todo lo que comió fue cocinado por un ejército de ratas? ¿Es posible –aparte de las fotos del general con Pikachú- una imagen más desagradable?

Bueno, para eso son las comiquitas, para imaginar vainas imposibles.

Bueno, también es cierto que hay mucha rata cocinando por ahí.

Bueno, pero igual Ratatouille es un asco. ¿Será que Disney le exigió a Pixar seguir la obsesión del viejo Walt: hacerle la prensa a las ratas?

Otra cosa que causa extraña impresión es lo que se ve en las sociales de El Universal de hoy: verga, van a ver una función privada de Ratatouille y algún genio –ey, aquí sí es con ironía- tiene la brillante idea de que lo mejor que se puede hacer al culminar la función es coronar la ocasión con una comilona de Sumito Estévez y el Instituto Culinario de Caracas atacando un menú “inspirado en las recetas de Gusteau”.

Y pensar que esa noche las cotufas me revolvieron el estómago.