lunes, febrero 12, 2007

YONOFUI - El Calígula de África

(Este sí que es un verdadero hijo de mala simiente. Un poco largo el texto, pero será bien invertido el tiempo)


Tirano, excéntrico, hombre brutal y despiadado. El dictador ugandés Idi Amín exterminaba a los seres humanos con la misma facilidad con que un niño mata hormigas. Asesinó a 300.000 personas. La película ‘El último rey de Escocia’ recrea la vida de este Calígula africano.

Por John Carlin. 09/02/2007
El País Semanal


Señor de las Bestias de la Tierra y los Peces del Mar, conquistador del Imperio Británico, mariscal de campo, doctor, rey de Escocia y presidente vitalicio fueron algunos de los títulos que se autoconcedió el dictador africano Idi Amín. Sería para partirse de la risa si no hubiese asesinado a unas 300.000 personas entre 1971 y 1979, los años en los que ejerció el poder absoluto en Uganda. Pero precisamente esa mezcla de payaso y tirano, esa imagen de Calígula africano, es lo que explica la fascinación que el déspota de este pequeño y pobre país ejerció en su día, y sigue ejerciendo, en el mundo occidental, y especialmente en el anglosajón.

Se han escrito cantidad de libros sobre él: Estado de sangre, Nido de serpientes, Hablando del diablo, Los fantasmas de Kampala y muchos otros. También hay varias películas. Al menos tres hasta la fecha. Una francesa llamada simplemente Idi Amín; una hecha en Kenia, Ascenso y caída de Idi Amín, y la más reciente, El último rey de Escocia, dirigida por un escocés, Kevin Macdonald; interpretada por Forest Whitaker (ganador del Globo de Oro y candidato al Oscar como mejor actor por su Amín), y basada en la novela del mismo nombre escrita por el premiado autor inglés Giles Foden.

Idi Amín es para los británicos como los tiranos latinoamericanos más pintorescos para los españoles. Engendros deformes, pero reconociblemente fruto de la madre imperial, como Trujillo en la República Dominicana o Stroessner en Paraguay. Personajes que se prestan a la ficción, como la novela El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, o La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.

Pero ni la imaginación más alocada del realismo mágico podría haber concebido un personaje tan extravagante como Amín. Un militar de dos metros, progenitor olímpico, comilón voraz, gordo como un hipopótamo, era el prototipo del dictador en versión cómic. Cumplía, además, el requisito de todo tirano de ver enemigos por todas partes, especialmente dentro de su propio ejército, cuyos soldados fueron diezmados. Los hacía matar a tiros y a martillazos. A los que habían sido sus enemigos más temibles les cortaba la cabeza y, fomentando los rumores persistentes de que practicaba el canibalismo, las guardaba en una nevera. También cumplía con otro componente del dictador: era un megalómano. No conocía límites a su poder. Por eso escribía cartas de una impertinencia demencial al presidente de Estados Unidos o a la reina de Inglaterra. Por eso opinaba ante la prensa internacional, como si fuese capaz de cambiar el rumbo del mundo, sobre el comunismo, Oriente Próximo, la carrera armamentista…

Amín fue la versión en carne y hueso de la caricatura del bárbaro, absurdo jefe tribal africano. Julius Nyerere, el presidente de Tanzania, le consideraba una vergüenza para el continente. Para el gentil, urbano, Nyerere, Amín era “un asesino, un mentiroso y un salvaje”. Tampoco cumplió un papel demasiado valioso para el islam, la religión a la que se convirtió de joven. La causa del Profeta no se benefició en África de su asociación con el autoproclamado Big Daddy, casado seis veces, divorciado tres y, según él, padre de 32 hijos. La sexta esposa, cantante de cabaré, tenía 19 años cuando él, con 50, se casó con ella. La cuarta desapareció. El cuerpo se encontró cortado en pedazos. Uno de los ministros de Amín vio el cadáver poco antes del entierro. Todos los miembros se habían recolocado en su sitio, como en un puzzle. El ministro, detectando la mano de Amín en su macabro descubrimiento, huyó inmediatamente al exilio.

No hubo ninguna lógica en la reacción del ministro. Se fue, sencillamente, porque podría pasar cualquier cosa. Amín era un hombre absolutamente imprevisible; caprichoso y sádico al mismo tiempo. Exterminaba a seres humanos con la fácil crueldad de un niño matando hormigas. Pero, como un niño, también necesitaba mimos, cariño. Este aspecto convulso de su personalidad está maravillosamente retratado en la novela de Giles Foden. El ex primer ministro británico James Callaghan, que le llegó a conocer (y sufrir), escribió que Foden había “dado a la perfección con la personalidad contradictoria, asesina, juguetona, brutal y sentimental de Amín”.

La novela trata de la relación entre el dictador y su ficticio médico personal, un joven escocés llamado Nicholas Garrigan. En una de las primeras escenas juntos, en el jardín de un hotel de lujo de la capital, Kampala, el médico observa cómo Amín participa en carreras de natación en la piscina, en las que infaliblemente acaba primero porque a sus rivales no se les cruza por la cabeza ganarle. Cuando están los dos solos, Amín le pide a uno de su séquito que le traiga unos sándwiches, pollo frito y coca-cola. “El hombre salió disparado; su respuesta muda, inmediata, era algo que me acostumbraría a ver alrededor de Amín. Me senté, bastante agitado”.

Varias páginas más adelante, una vez que Amín y el médico han entrado en confianza y concertado una ambigua amistad, los dos se encuentran en la habitación del dictador, donde el médico encuentra el “follón de siempre: el bate de béisbol, las revistas pornográficas en el suelo, estantes llenos de los procedimientos de la Asociación de Abogados de Uganda”. El dictador le saluda con una sonrisa agradable. “Ah, ¡mi buen amigo el doctor Nicholas!”. Amín se empieza a quejar de cómo le está tratando la prensa inglesa “aunque aún quiero y respeto a la reina”, dice, y de repente saca una pistola pequeña de su bolsillo. “Éste es el último día de tu vida”, le anuncia. “Morirás”.

Garrigan se arrodilla ante él, le ruega que no le mate. Amín permite que pase un tiempo. Que la escena se desarrolle. Que su amigo el doctor se humille, se ponga a temblar. “No me mate, por favor. Por favor”. Entonces, Amín cambia de actitud tan abruptamente como lo había hecho hacía un par de minutos. Echa la cabeza atrás y se pone a reír y reír. “¿Matarte? ¿Cómo se me iba a ocurrir matar a un hombre como tú?”. Garrigan le mira y ve en su rostro “una expresión perpleja, infantil”.

La crítica anglosajona ha alabado la sutileza con la que Forest Whitaker retrata a este niño cruel con cuerpo de gorila. Se ha señalado en especial el uso que hace de los ojos, cómo los mueve de un lado a otro para proyectar esa mezcla de la que habla Callaghan de confusión, brutalidad, sentido del humor y necesidad de ser querido. Pero, ¿por qué se autoproclamó este hombre conquistador del Imperio Británico y, más delirante aún, el último rey de Escocia? Todo tiene que ver con su relación con la potencia imperial que colonizaba su país cuando nació, que le dio trabajo y dignidad, y que, en gran medida, fue responsable de crear el monstruo en el que se convirtió.

Nacido en 1925, nunca conoció a su padre. Según algunas versiones, la madre fue hechicera; según otras, prostituta. En cualquier caso, el pequeño Idi se crió en un entorno humilde. De niño vendía donuts en la calle. La oportunidad de su vida llegó a través de su madre, algunos de cuyos clientes pertenecían a un regimiento británico llamado King’s African Rifles (Rifles Africanos del Rey). Con 21 años, y recién convertido al islam, se incorporó al regimiento, inicialmente trabajando en la cocina. Su tamaño, su audacia y su brutalidad, especialmente contra los rebeldes Mau Mau en Kenia, hicieron que prosperara en el ejército. Su colosal presencia física también aportó mucho al equipo de rugby del regimiento, lo que hizo que despertara entre sus superiores blancos una admiración poco usual por un soldado negro.

No parece haber contado en su contra el hecho de que durante los años cincuenta padeciera constantemente de enfermedades venéreas, contraídas muchas veces en los burdeles del golfo de Persia, donde también defendió los intereses imperiales de su majestad. Obtuvo una promoción tras otra, gracias en parte a la intervención de oficiales de origen escocés, según contaría más tarde. Tras 16 años y un curso militar avanzado en Wiltshire (Inglaterra), logró ascender al grado de oficial del ejército británico, una distinción única para un soldado ugandés. Vestiría la corbata de los King’s African Rifles el resto de su vida, incluso después de romper relaciones diplomáticas con el Reino Unido.

Poco después de su promoción, el ejército se arrepintió de haberlo hecho. Una de las primeras misiones que le encargaron fue erradicar supuestos robos de ganado en una zona de Kenia llamada Turkania. Reaccionó de manera grotescamente desproporcionada. Decenas de víctimas fueron torturadas, matadas a palos y, en algunos casos, enterradas vivas. Las autoridades británicas, sabiendo que se iba a conceder la independencia a Uganda en cuestión de meses, decidieron que no podían someter a juicio a uno de los dos únicos oficiales militares nativos. Amín tuvo la suerte -siempre tendría suerte- de que el que sería el primer jefe de Gobierno ugandés, Milton Obote, estaba de acuerdo.

Histórico error. Tanto los británicos como Obote se arrepentirían de su magnanimidad. Especialmente Obote. Amín, que siguió en el ejército, lo derrocó en un golpe de Estado. Tomó el poder con el apoyo de los israelíes (que también se arrepentirían) y el beneplácito de los británicos. Obote se había opuesto a la venta de armas a Suráfrica por parte de Londres y había amenazado con nacionalizar empresas británicas en Uganda. Tras el golpe, los informes de los servicios de inteligencia británicos describieron a Amín como un hombre “benévolo, pero fuerte” y “con una buena disposición hacia Gran Bretaña”. Los británicos le habían enseñado a ser soldado. Ahora le iban a vender armas. Era, después de todo, “uno de los nuestros”.

La primera visita oficial de Amín después de nombrarse presidente vitalicio fue a Israel, donde había entrenado con la fuerza aérea. (Durante años llevó pegado al uniforme unas alas que había recibido de los israelíes como testimonio de haber completado un curso de paracaidismo). El interés de Israel en apoyarle tenía que ver, aparentemente, con la enemistad que tenía con el régimen propalestino del vecino país de Sudán y su disposición a ayudar a entregar armas israelíes a un grupo rebelde sudanés.

La segunda visita oficial que hizo Amín fue a Londres. El Foreign Office (cancillería británica) recomendó que se le preparara una cama “extragrande”, advirtió que su “filosofía política” era “algo confusa”, pero pidió que la reina le recibiera con todos los honores. Y también que se le invitara a Escocia y se le diera la posibilidad de bañarse (el tirano se jactaba de ser un gran nadador) en el mar escocés. “Amín, evidentemente, le da gran importancia a la aprobación y apoyo del Gobierno británico”, observó el Foreign Office.

Todo se cumplió al pie de la letra. La reina Isabel invitó a cenar al palacio de Buckingham al que acabaría siendo uno de los dictadores más sanguinarios de África y, sentado junto al monstruo, desfiló en carruaje por la venerable avenida londinense de Pall Mall.

Giles Foden, autor de El último rey de Escocia, ha escrito en un artículo para el diario The Guardian que para comprender las locuras en las que caería Amín hay que entender el componente “edípico” de su relación con la madre patria colonial. La conexión filial empezó a aflojarse como consecuencia de la decisión que tomó Amín de expulsar de Uganda a todos los ciudadanos de origen asiático, la mayoría indios. Eran 35.000. Se vieron obligados a evacuar el país entre agosto y noviembre de 1972. Casi todos encontraron refugio en Gran Bretaña. La idea de expulsarlos, muy aplaudida por su gente, le vino en un sueño, explicó después.

Las consecuencias para la economía de Uganda fueron desastrosas, ya que, con la salida de los asiáticos -muchos de ellos, profesionales u hombres de negocios- el país perdió un gran capital humano. El resentimiento que provocaba la concentración de riqueza en manos asiáticas entre la mayoría africana del país hizo no sólo que consolidara su poder, sino que generara admiración en otros países africanos con circunstancias similares. Fue debido en parte a esta acción que la Organización de Unidad Africana le nombrara presidente, pese a la oposición de Julius Nyerere, en 1975.

Otro factor a favor de Amín a la vista de muchos africanos fue la manera en la que se burlaba de los británicos. Tras provocar la ira de Londres con la expulsión de los asiáticos, Amín respondió humillando a los británicos residentes en Uganda, acusándolos de ser espías (eran unos 700) y amenazando con mandarlos a todos al paredón. Hizo que un grupo de ellos le llevara a hombros en una silla, como un emperador azteca, por las calles de Kampala. Arrestó a otro, un catedrático en la Universidad de Makerere, donde habían estudiado la mayoría de las esposas del dictador, muy cultas todas ellas. Se llamaba Denis Hills y estaba escribiendo un libro sobre las atrocidades de Amín. La policía secreta del tirano entró en su casa y se llevó el manuscrito del libro. Amín ordenó que compareciera ante un tribunal militar, que lo condenó a muerte. Hills se convirtió en una de las personas más famosas del Reino Unido. Su nombre aparecía todos los días en las primeras páginas de los periódicos ingleses. Amín lo utilizó para reírse de los británicos, con quienes su relación edípica había evolucionado a una de amor-odio. Por la mañana anunciaba que Hills estaba a punto de morir; por la tarde, que bueno, que no, que con tal de que la reina pidiera perdón por el comportamiento de su súbdito, quizá le absolvería. Y así, como la escena de la novela con el doctor Garrigan, durante semanas.

Finalmente, el primer ministro, Harold Wilson, le escribió una carta pidiendo disculpas. La reina le rogó que perdonara la vida a Hills. Amín seguía jugando con la potencia nuclear, el viejo imperio. James Callaghan, entonces canciller, voló a Kampala a por Hills. Amín, tras someter a Callaghan a varias indignidades (le dio un recorrido por la capital en un jeep, conduciendo como un loco), le entregó el prisionero.

Exultante, Amín declaró: “Soy el político más grande del mundo. He dado una sacudida tan dura a los británicos que merezco un título en filosofía”. Pero incluso así no pudo romper la conexión umbilical con los británicos. La solución que encontró al dilema fue odiar a los ingleses y amar a los escoceses. Se convirtió en un acérrimo promotor de la independencia escocesa. En la novela de Foden, el motivo decisivo por el que decide perdonar la vida a Garrigan es el hecho de ser escocés.

Pero no se la perdonó a muchos más. Las matanzas de los enemigos, reales e imaginados, siguieron durante sus ocho años en el poder. Y su megalomanía fue en aumento. Decía las cosas más disparatadas. Su filosofía de la libertad la resumía, por ejemplo, de la siguiente manera: “En los países comunistas, uno no puede hablar libremente. Hay un espía por cada tres personas. Nadie tiene miedo aquí. Es como las chicas ugandesas. Les digo que sean orgullosas, no tímidas. No tiene ningún sentido llevar a una chica a la cama si es tímida. ¿Entiende lo que le digo?”. Escribió una carta a Richad Nixon en pleno Watergate en la que decía: “Mi querido hermano, es verdad que tienes más que suficientes problemas sobre la mesa. Le pido a Dios que te ayude. Nosotros los ciudadanos de Uganda esperamos que tu gran nación no siga utilizando sus enormes recursos, especialmente los militares, para destruir la vida humana en la Tierra”. Sobre Oriente Próximo declaró: “Una victoria árabe sobre Israel es inevitable, y la única salida que tiene la primera ministra Golda Meir es subirse las bragas y salir corriendo hacia Nueva York o Washington”.

Las declaraciones más escandalosas fueron las que hizo en una carta al secretario general de Naciones Unidas, Kurt Waldheim. Refiriéndose al genocidio nazi, dijo: “Ocurrió porque Hitler y los alemanes sabían que los israelíes no son gente que actúa en favor del resto, y por eso los quemó vivos con gas”.

Los israelíes acabaron detestándole. Rompieron relaciones diplomáticas con él, como los británicos. La magnitud del error que cometió Israel en ayudarlo a tomar el poder se demostró en 1976, cuando un avión secuestrado por militantes palestinos y lleno de pasajeros israelíes aterrizó en el aeropuerto de la capital ugandesa. Amín permitió que permanecieran ahí, a pesar de las amenazas terroristas de matar a pasajeros si Israel no liberaba a presos palestinos. El episodio concluyó cuando comandos israelíes aterrizaron de noche en el aeropuerto, mataron a los terroristas, liberaron a los rehenes y, de paso, destruyeron la fuerza aérea ugandesa.

Desde ese día, Amín dejó de llevar puestas las alas que le habían regalado en Israel. A cambio se ganó la admiración de Muammar el Gaddafi y del mundo árabe en general. Lo cual le fue muy útil al ser derrocado en 1979. Los libios lo evacuaron de Uganda, y de ahí se trasladó a Arabia Saudí, donde vivió en paz en una mansión donada por el Gobierno durante 24 años, hasta su muerte, en la cama, en 2003. Pocas veces se le volvió a ver en público. Una de ellas fue en un funeral en Jeddah, al que asistió vestido con falda escocesa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

a los mandatarios perversamente todopoderosos parece unirlos un tejido de coincidencias. el primero es un resentimiento profundo, tan profundo como suelen ser aquellos rencores que crecen con la gente y que se transforma en auténtica maldad.

ningún dictador llega solo al poder ni se mantiene solo en las alturas aunque, como dijo una vez milagros socorro a propósito de hussein, después los cuelguen en solitario. Y se aprovechan de dos cosas: de falsos magnánimos y de verdaderos ambiciosos.

Los supuestos magnánimos pueden obviar una actuación desproporcionadamente sanguinaria por evitarse problemas futuros, otorgan indultos maldados o no denuncian los delitos de lesa humanidad de los que son testigos.

Los ambiciosos, obedeciendo su primer mandamiento de vida, "amar a sus propios intereses sobre todas las cosas" ayudan a que el autoritario llegue y se mantenga en el poder. Las consecuencias terminan alcanzándolos porque olvidan lo que la historia se empeña en recordar: los déspotas no tienen amigos.

Anónimo dijo...

Tremendo trabajo.
No me pelo la película.

Anónimo dijo...

oscar medina, por fin viste la película?

Anónimo dijo...

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