Muchacho tonto al fin, en aquellos años despreciaba sin más a tan noble animal. Me recuerdo abriendo un sándwich, con algo de asco, para extraer la mortadela y hacerle una cirugía paciente y rigurosa que consistía en extirparle esos trocitos de grasa blanquecinos que hoy –ya viejo y calvo- mastico con deleite y mostaza.
Vainas de uno, mañoso y descerebrado, en tiempos en que era capaz de hacerle ascos también a una cazuela de mariscos, a un plato frío con ostras y hasta al pulpo a la gallega por la insólita razón de que todo eso se veía tan, pero tan feo ahí servido que era imposible que semejantes bichos del mar pudieran ser agradables al paladar.
No entendía, no podía concebir echarle diente al cochino.
Para empezar, en algún momento de la infancia conocí casas de pueblo en las que no faltaba un corral de cochinos. ¿Cómo podía comerse uno a aquellas bestias hundidas hasta el cuello entre barro y mierda?
Pero esas son cosas en las que no hay que pensar. Ahora cuando veo una chuleta sólo evoco el mundo ideal de Pink Floyd: el de enormes y rozagantes chanchos rosados flotando por el cielo… obviando, queda claro, el detalle de las mega cagadas: prefiero la imagen cuchi, la suculenta, la del puerco rosado, ¿o es que acaso te has imaginado alguna vez a Hello Kitty limpiándose el fondillo? ¿Verdad que no?
Por fortuna uno crece, se da coñazos, y aprende. Aprende, por ejemplo, a disfrutar esa bandeja de cerdo frito que te sirven en El Junquito, esa fritanga a la que apesta ese caserío inmundo cuyo único encanto se reduce a esos diabólicos platones que rezuman colesterol del bueno, del malo y del más o menos.
Aprende uno también a segregar serotonina ante la inminencia de una arepa de cochino frito con blanquísima y salada cuajada. Aprende a disparar adrenalina ante una arepa con chorizo carupanero al retar a la suerte y a la muerte misma en un tugurio al borde de una carretera oscura.
Aprende uno lo que son “los pinitos”: delicados trocitos de fritura, servidos con caraotas más refritas, nata y arepas por allá en el carajo viejo pasando por Carora rumbo a Maracaibo donde todas las alertas se disparan porque esa es la tierra de la legendaria agüita de sapo: una maldita invención de esa gente loca que merece hacerte peregrinar a tierra santa marabina al menos una vez en la vida.
No voy a contar lo que es: anda y busca, en la madrugada y ciego de la pea, la cueva mágica de la agüita de sapo.
La madurez te va enseñando a apreciar lo que antes despreciabas. A entender que cualquier día nefasto puede conjurarse con un plato de chistorras y un vino tinto servido en vaso corto. Te va enseñando también algunas direcciones: antes de llegar a Caracas, siempre debes pararte en la encrucijada. Ya sabes para qué, ¿o tengo que explicarlo todo?
Con los años llegas a entender que hay restaurantes que, literalmente, se sostienen sobre el lomo de un cerdo porque el resto de su menú es prescindible. O sobre esas patas de jamón que cuelgan en un mini cielo más refulgente que cualquier noche estrellada.
Ah, el palacio del jamón en Madrid… Las tablas de embutidos en París… la crocante textura que sólo tiene la tocineta de los desayunos de hotel… la desgracia de haberle enseñado al paladar a qué sabe un animal criado sólo con bellotas…
Ben Amí Fihman escribió unas líneas poderosas en Los Cuadernos de la Gula hace ya bastante tiempo, en una evocación del restaurante con el nombre más justiciero del mundo: Cochon d’Or.
“Quizás ahí comprendí también, por primera vez, la verdadera generosidad de aquel maltratado animal que figuraba en el letrero de la entrada, esa simpática bestia convertida en comodín del escarnio, ese cuadrúpedo color rosa que discriminan los seguidores de Alá y los aguerridos siervos de Jehová, y al que, desde entonces, he considerado como uno de los más nobles compañeros del hombre sobre la tierra: el humillado chancho”.
miércoles, mayo 16, 2007
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5 comentarios:
Ay, Demalamadre, ahora sí me has dado en la madre...
Me uno a tu celebración del marrano, del chancho, del cerdo, del cochinito... Me encantaría decirte que el cochino me persigue, pero en realidad soy yo quien lo persigue a él.
Te faltó un infaltable: la rodilla. Nada, absolutamente nada como una rosada, jugosa, gigantesca, grotesca y maravillosa rodilla de cochino, que desde que sale de la cocina del restorán hasta que te la sirven en la mesa es seguida por las cejas arqueadas de los comensales de las otras mesas ("¿eso es envidia o caridad?, diría mi mamá") hasta que le llega a uno y entonces ya no importa si los demás te están mirando, si piensan que eres una lambusia de lo último o que te vas a morir mañana con esas arterias tapusadas.
El cerdo, celestial y maravilloso es, sin duda, mi carne "blanca" favorita.
"Los cochinos de hoy serán los jamones del mañana"
una de las grandes injusticias de la vida es que el colesterol sea tan pero tan delicioso. ¿por qué la lechuga no puede ser igual de divina?
en defensa de los hábitos del cerdo: los cochinos (en el sentido escatológico de la palabra) son los criadores. el cerdo, si su corral se mantiene aseado, es un animal tan limpio como cualquier otro.
Demalamadre: No sé si de verdad seas viejo y calvo, o sea sólo para despistarnos, pero estoy segura que gordo sí debes estar. Con esos hábitos..
dani m.
Verga, tú la tienes cogida con la pobre Hello Kitty. Ahora la pones limpiándose el culo.
EL INGENIERO
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